En el auto rojo
Hace muchos años, cuando no existía la tecnología, y en los barrios todos se conocían, Federico, mi mejor amigo, y yo, cansados de lo monótona que era nuestra vida, decidimos aventurarnos, y por aventurarnos me refiero a ir al parque principal del pueblo, a ver si podíamos ver algo nuevo.
El parque era un lugar gigante, no tenía flores ni juegos de madera, pero era nos servía para entretenernos. Federico y yo lo recorrimos de arriba a abajo, corrimos, charlamos y jugamos, pero para nosotros no era suficiente. Estábamos jugando al fútbol, cuando por un tiro de mi parte la pelota se fue fuera de nuestra vista y se adentró en el bosque.
—¡Lucas, es nueva! —me gritó Federico enojado y empezó a correr en la dirección en la que la pelota se perdió.
—¡Lo siento! —respondí siguiéndolo.
Corrimos adentrándonos en el bosque, hasta que nos encontramos con una casa aparentemente abandonada, con ventanas sucias, papeles tirados y el pasto crecido. A Federico y a mí nos pareció extraño que hubiera una casa en medio del bosque, tan alejada de todo y de todos. Estábamos curiosos, algo, muy dentro de nosotros, nos decía que debíamos entrar y averiguar qué había dentro de la casa.
Desde el momento en que pusimos un pie en la casa, supimos que no era una casa común. Al entrar lo que más nos llamó la atención, no fue la escalera destrozada, ni las paredes rayadas, sino, el auto en medio de la sala de estar. Era de un color rojo opaco y sucio, tenía las ruedas pinchadas, el techo abollado y se ausentaba en él la matrícula. Al igual que las paredes, el auto se encontraba rayado con pintura negra y decía cosas como “Un mundo de infinidades” o “Nunca más lo volverás a ver”. Parecía un auto normal —si le quitabas las ralladuras, claro—. El silencio en la casa hacía que el lugar se volviera algo tenebroso, o por lo menos a mí, me asustaba estar ahí.
—Deberíamos irnos —hablé en medio del silencio, pero Fede no respondió.
Miraba el auto y miraba el lugar, su ceño estaba fruncido y lo único que hacía era observar.
—Fede, ¿en qué piensas? —coloqué una mano sobre su hombro.
—Este lugar ya lo conozco —me contestó.
—¿De dónde? —cuestioné extrañado.
—Sí, sí, ¡ya recuerdo! —exclamó mirándome—. ¿No recuerdas el año pasado que la maestra nos dijo que escribiéramos nuestros sueños, y tú y yo soñamos con el mismo lugar? —asentí comprendiendo lo que me decía—. ¡Es este Lucas, estamos en el lugar que soñamos aquella vez!
Entre ambos comenzamos a repasar nuestro sueño, estábamos fascinados, eufóricos a decir verdad, y aunque no lo admitimos, también estábamos algo asustados.
Pasado ya un rato de estar ahí, a mí se me ocurrió la idea de manejar el auto, puesto que en algún futuro —aunque por el momento bastante lejano—,iba a tener que aprender a hacerlo. Me subí al auto siendo animado por mi amigo, pero al estar dentro, no fue lo que esperaba.
Por el vidrio principal, no se veían las paredes, o el interior de la casa, al contrario de eso, se podían ver personas, pero no de cualquier tipo. Tenían ropas extrañas de colores llamativos, y la piel morada, ellos no me veían, o al menos eso parecía. Luego de lo que pareció una eternidad viendo hipnotizado —y también asustado—, aquellas imágenes, salí fuera del auto cerrando la puerta de un fuerte golpe. Mi respiración estaba agitada y Federico me miraba extrañado, yo me encontraba simplemente confundido.
Me preguntó por qué salí tan pronto, según él, no habían pasado ni dos segundos de que me subí cuando salí. Le conté lo que había visto adentro, le dije lo que sentí y que me pareció que nos debíamos ir. Pero Federico, siempre fue el aventurero. Emocionado por lo que le había dicho, se introdujo dentro del auto, y lo mismo que me pasó a mí, le pasó a él.
El tiempo fuera del auto, no pasaba. Era como si todo se congelara, pero dentro del auto, todo pasaba. Fede atravesó el vidrio principal, se metió en él, era otro mundo, algo nuevo, algo diferente. Era la aventura que tanto buscábamos.
Fuimos varias veces al interior del bosque, jugamos mucho tiempo dentro del auto. Era algo extraordinario, parecía mentira, pero no lo era y no se sentía como una tampoco. Se lo intentamos mostrar a nuestros padres, compartir nuestra alegría, pero cada vez que los llevábamos, la casa no estaba. Así que Federico y yo lo tomamos como nuestro secreto, nuestro lugar para escapar de lo cotidiano.
Tiempo después, cuando teníamos unos catorce años, fuimos a dentro del bosque, era algo a lo que ya nos habíamos acostumbrado, pero nos encontramos con la sorpresa de que la casa no estaba. La buscamos, y la buscamos, pero jamás la encontramos. Había desaparecido.
Se dice que los niños son muy imaginativos, que cuando cuentan alguna anécdota sucesos ilógicos y peculiares salen de sus bocas, pero luego, ya de adultos pueden diferenciar la realidad de la fantasía; aunque en mi caso, todavía no logro saber si aquello que viví, fue real o si fue sólo mi imaginación jugando conmigo.